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Rafael Lapesa Melgar

Rafael Lapesa ha sido el último representante directo de la Escuela de Filología Española, creada por Ramón Menéndez Pidal en torno al Centro de Estudios Históricos. A esa institución se incorporó como becario en 1927 y a ella estuvo vinculado hasta su desaparición al término de la guerra civil. Lapesa se formó en la metodología del historicismo positivista del Centro, que, en esencia, concebía y practicaba la ciencia filológica como un amplio dominio en el que se manifestaban y se interpretaban estrechamente conexos los fenómenos lingüísticos, los literarios y los hechos históricos. A esa compleja tarea dedicó toda su labor intelectual y, aunque fue como lingüista e historiador de la lengua como ejerció su magisterio más directo, sus estudios literarios son muy numerosos e importantes. En particular, en el campo del medievalismo su contribución ha sido fundamental, con aportaciones decisivas sobre diferentes autores y obras. Siguiendo el orden cronológico de los temas, podemos enumerar y comentar algunos de sus principales trabajos.

El descubrimiento de las jarchas y sus dificultades de lectura e interpretación, motivó, por ejemplo, un certero estudio de Lapesa (1960), en el que, a partir de las ediciones de Stern y García Gómez, trataba de fijar algunos pasajes en el texto de aquellos cantarcillos líricos, aduciendo formas lingüísticas documentadas en el romance peninsular de la época. El mundo de la épica y el romancero, por su parte, lo estudió en un sugerente artículo sobre la lengua en los cantares de gesta y en el romancero viejo (1967). En él define y analiza los rasgos más característicos del lenguaje épico, como la presencia de arcaísmos lingüísticos, las fórmulas estereotipadas en epítetos o aposiciones, la variación de tiempos verbales para introducir animación y vivificación en el relato juglaresco, así como singulares libertades en el empleo de formas, construcciones sintácticas y vocabulario. Fiel a las teorías del maestro Menéndez Pidal, al Cantar de Mio Cid dedicó también sendos trabajos sobre la lengua (1980) y la cronología de la obra (1982), que en alguna medida frenaron las acometidas de la crítica antipidalista. Como se sabe, la fecha del cantar cidiano viene siendo cuestión muy debatida en los últimos tiempos y la de 1207, que consta en el éxplicit del manuscrito, ha conseguido una aceptación bastante generalizada. Algunos de los argumentos históricos de Ubieto y los lingüísticos de Pattison son los contestados por Lapesa, quien rechaza el pretendido aragonesismo del poema, al igual que aspectos lingüísticos tenidos por más tardíos (arrancada, çelada, apreciadura, cintura). Del mismo modo, impugna argumentos históricos, como el de la postura antinobiliaria que refleja el poema, no necesariamente 'burguesa' y más desarrollada en Aragón; el del parentesco del héroe con los reyes de España; el del nombre de Navarra, etc. A pesar de todo, la conclusión de Lapesa es ejemplarmente mesurada: «Admito, sin embargo, que el texto conservado puede contener enmiendas y añadiduras posteriores a 1140, e incluso responder a una refundición. (...) No he intentado defender que el texto del Cantar de Mio Cid, tal como hoy lo poseemos, responda sin alteraciones al redactado entre 1140 y 1147».

En esta etapa de orígenes, el Auto de los Reyes Magos fue también minuciosamente escrutado por Lapesa, que en dos distanciados pero importantes trabajos (1954, 198) desveló algunos de su más enigmáticos misterios, como el del origen de su autor y el enclave toledano de la obra. De la catedral de Toledo, desde época muy antigua, procede el códice en que se conserva el Auto, códice que contiene en latín las glosas al Cantar de los Cantares y a las Lamentaciones de Jeremías, de Gilberto de la Porrée (+1154), quien provocó una extendida controversia sobre el dogma de la Trinidad, rebatida por San Bernardo en el concilio de Reims (1148), cuyas resoluciones fueron asimismo promulgadas en Toledo por el arzobispo don Raimundo. Partiendo de esos datos, Lapesa supo dar una explicación plausible del origen material del Auto, entendiendo que el códice del siglo XII hubo de llegar a Toledo al calor de aquella polémica y que allí se aprovecharían las dos hojas sobrantes del manuscrito para apuntar el texto del auto que anualmente se representaría en la catedral. En cuanto a la lengua de la obra, hizo notar la fuerte influencia franca y postuló la procedencia gascona de su autor. Respecto de la obra de Alfonso el Sabio, Lapesa prestó particular atención a un texto considerado menor, como el Setenario que, tras el análisis de su simbología y valor literario, vio realzada su importancia (1980). También sobre la obra poética del rey Alfonso introdujo alguna precisión interpretativa, como es el caso de la breve composición que comienza «Senhora, por amor Dios», la única escrita en castellano de las treinta cantigas profanas que se le atribuyen. En un breve artículo (1961-1966), Lapesa la interpreta sagazmente no como poema amoroso sino como poema paródico y de burlas, lo que explicaría que en ella haya sido abandonado momentáneamente el uso del gallego en favor del castellano.

En el siglo XIV, son de decisiva importancia sus trabajos sobre el Libro de buen amor, el Canciller Ayala o un autor menos conocido como Fray Pedro Fernández Pecha. Del Libro de buen amor, estudió particularmente el tema de la muerte, en un clarificador artículo que supone toda una interpretación de la obra (1966). En el tratamiento de ese tema se revela, en efecto, tanto el carácter vitalista de Juan Ruiz, que preside todo el libro, como el profundo desasosiego que le produce el sentimiento de la muerte. De ella ha procurado no tratar en casi todo el transcurso de la obra, pero ahora, cuando muere Trotaconventos, parece que no tiene más remedio que encararla. Sin embargo, aquel sentimiento de repulsa es el que le lleva a hacerlo por medio de un planto paródico que en alguna medida aliviase aquel desasosegado estremecimiento que le producía.

Sobre Pero López de Ayala, escribió un magnífico trabajo de síntesis, que se publicó como capítulo de la Historia General de las Literaturas Hispánicas (1949). Lapesa estudia la figura del Canciller en un mundo de transición política y social, en el que ve hundirse los valores de la Edad Media y registra nuevas formas de pensamiento y acción que anuncian un espíritu moderno. De igual modo, su obra, escrita pasados ya los cincuenta años, poseerá una profundidad y vigor expresivo que darán animación a la sátira y moralidades del Rimado y, en el caso de las Crónicas, transformarán su carácter de narración medieval dejando paso a trazos de historia psicológica más modernos. En un trabajo muy posterior (1986), Lapesa analizaría también cuatro poemas de carácter penitencial insertos en el Rimado, en los que el Canciller actualiza la tradición espiritual y literaria recibida y la encuadra en circunstancias concretas de su propio existir. Tales poemas resultan así la primera muestra de profunda emoción individual religiosa que aparece en las letras de Castilla. Dejó inédita una edición inacabada del Rimado, con rigurosa colación de testimonios y copiosa anotación, que ha sido reproducida en edición facsimilar por la Generalitat Valenciana, al cuidado de Giuseppe Di Stefano (2010). En cuanto a Fray Pedro Fernández Pecha, fraile alcarreño fundador de la Orden Jerónima, Lapesa dedicó un revelador artículo (1975), en el que destacaba su honda religiosidad interior y la artificiosa elaboración estilística de sus Soliloquios. Eran éstos una sorprendente muestra de prosa religiosa, cuajada de recursos retóricos (amplificaciones, paralelismos, similicadencias, antítesis, etc.), que recogía e intensificaba los procedimientos ornamentales que había introducido en la predicación y la lectura la tradición patrística.

Sin duda, el capítulo de la historia literaria medieval que más se ha beneficiado de los estudios de Lapesa es el de la poesía del siglo XV. De los primeros poetas del Cancionero de Baena estudió el uso que venían haciendo del gallego como lengua poética, su declive cuando la lírica amatoria dejó de ser el género preferido y su retorno ya como deliberado arcaísmo en los poetas de las cortes de Juan II y Alfonso V (1953). En esa misma línea, en diferentes trabajos, estudió las conexiones de la poesía de cancioneros con la poesía del Renacimiento y la continuidad de muchos de sus temas y géneros, como las consolatorias, las lamentaciones de amor o algún motivo mitológico (1998, 1979, 1988, 1989). Asimismo estudió en profundidad la obra de poetas principales, como Santillana, Mena o Imperial.

A Francisco Imperial dedicó un trabajo sobre la cronología de sus obras, sus fuentes italianas y el uso del endecasílabo (1953). En otro dedicado a Juan de Mena (1959), analizó el móvil ético como elemento fundamental en la construcción del Laberinto de Fortuna, dirigido sobre todo a los caballeros castellanos de la época para que tomaran conciencia de su glorioso destino y lo sirvieran con el ejercicio de la virtud. La obra del Marqués de Santillana ha sido la más estudiada por Lapesa en una serie sucesiva de trabajos que fue desgranando a lo largo de casi treinta años, prueba evidente de la particular preocupación del crítico por la figura del poeta de las serranillas. Ese interés se puso ya de manifiesto al dedicar Lapesa su discurso de ingreso en la Real Academia a los decires narrativos del Marqués (1954), trabajo al que inmediatamente siguieron varios artículos sobre otros aspectos de su obra, como la fecha de la Comedieta de Ponza (1954), la poesía juvenil (1954) o el endecasílabo de los sonetos (1956-57), para culminar en la que sigue siendo la mejor monografía sobre la obra del autor, La obra literaria del Marqués de Santillana (Madrid, Ínsula, 1957). También por entonces y todavía en años posteriores verían la luz trabajos fundamentales sobre obras como los Proverbios (1957), el Bías contra Fortuna (1957) o las serranillas (1958, 1978). Muchas son, claro está, las aportaciones contenidas en estos trabajos. Las serranillas, por ejemplo, nos las ha hecho ver como un ciclo poético perfectamente ordenado en su secuencia artística y variado en sus rasgos estilísticos. De los Proverbios, ha rastreado la extraordinaria diversidad de fuentes, que valora, más que como preocupación filológica y humanística, como una síntesis cultural y ejemplar. El Bías contra Fortuna se nos ha mostrado como un poema de alta calidad literaria, una exposición poética de moral estoica, aprendida en las obras de Séneca y de Petrarca, que en muchos de sus postulados se contrapone a la moral cristiana (la sola virtud como bien supremo o la justificación del suicidio) y en otros va incluso más allá de la filosofía del Pórtico (la esperanza de una vida futura), todo lo cual supone un gran esfuerzo por recrear una ideología puramente pagana, al margen de la cristiana en que estaban inmersos el autor y su época.

A la prosa del siglo XV consagró también Lapesa distintos trabajos. Uno temprano fue el dedicado al lenguaje del Amadís manuscrito (1956), en el que analiza algunos rasgos lingüísticos de los fragmentos encontrados, que fecha en torno a 1420. A figura tan interesante como Juan de Lucena, dedicó un artículo (1965), donde analiza aspectos en los que se refleja la crisis del converso al tratar de insertarse en la sociedad dominante (adhesión a las formas de piedad íntima, crítica al poder temporal de la Iglesia, sentido del pro común, sátira antiseñorial, amargo pesimismo, dudas ante la inmortalidad del alma). Reconstruye también allí los fragmentos de un escrito en defensa de los judíos, que fue duramente atacado por el canónigo Alfonso Ortiz y que no se ha conservado, y publica un breve tratado de Lucena sobre el origen y preeminencias del oficio de los heraldos, hasta entonces inédito, escrito en un estilo retórico y latinizante y en el que fantasea el autor con nombres y mitos de la antigüedad.

La Celestina ha sido también objeto de estudio para Lapesa. Aparte de dos extensos comentarios a los ya clásicos estudios de Mª Rosa Lida de Malkiel y de Américo Castro, dedicó a la inmortal obra un penetrante artículo en el que estudia un monólogo de Calisto (1972). En él profundiza Lapesa en el estudio de los personajes y en especial en el de Calisto. Advierte cómo ya en el auto I están trazados con aguda penetración en sus almas complejas y contradictorias, pero cómo Fernando de Rojas ahondará todavía más en los caracteres motivando gradualmente su transformación íntima. El caso de Calisto es muy revelador, pues del amante irresoluto y anulado por la pasión del auto I, pasa a ser un personaje mucho más complejo, como se manifiesta particularmente en sus dos monólogos paralelos de los actos XIII y XIV. En este último sobre todo se advierte una marcada complejidad psicológica y un mayor juego de autoanálisis y autosugestión, debatiéndose el personaje entre los deberes sociales de la honra y el valor que reconoce al placer gozado.

Como hemos podido comprobar en este recorrido, Rafael Lapesa revisó casi todos los capítulos de la literatura castellana de la Edad Media. Lo hizo con la sabiduría del filólogo y con la sensibilidad del verdadero humanista. Los problemas críticos los enfocó, primero, desde el rigor de la crítica textual y el profundo conocimiento de la historia de la lengua, para remontarse, después, a los más perspicuos análisis de temas, géneros y estilo. Nos ofreció con ello una visión de los estudios filológicos en toda su amplitud y complejidad, pero también en toda su riqueza y profundidad humana. Porque el profesor Lapesa supo trascender la frialdad de la letra y buscó siempre desentrañar los comportamientos del alma humana desde las formas creativas. No creía en los análisis que pretenden entender la obra prescindiendo de su creador y, como dejó dicho, prefirió mantenerse en la línea de las «humanidades no deshumanizadas».

Miguel Ángel Pérez Priego